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¿Está diseñado nuestro cerebro para la felicidad? Seguramente no, como sugieren algunos especialistas en neurociencia, pues el cerebro ha sido diseñado para muchas funciones y la felicidad no es una función. Para comprender la naturaleza de la felicidad convendría distinguir dos modos básicos de entenderla: como producto o resultado, que es la visión habitual y, por tanto, siempre sería algo inalcanzable de una manera completa y estable; y como plenitud u origen, si se abrigara en una capacidad, nuestra capacidad de ser felices (y no de lograr de una vez por todas la felicidad).

Desde la perspectiva que tradicionalmente nos viene de occidente —la tendencia dominante, moderna, crítico-racional, mental, egocentrada, que ha olvidado la intuición, la emoción y la creatividad, y ha sustituido la noción de identidad por un pensamiento dual, que analiza, separa y cataloga, aliena y lleva a constantes paradojas y antinomias cuando profundiza en lo que es verdaderamente la vida, el mundo, el yo—, desde ahí, es obvio que la felicidad es percibida como una quimera, una ilusión, y habremos de conformarnos con vivir inestables momentos felices. De manera que lo más sensato sería tratar a la felicidad como un anhelo, algo que se busca —decía José Luis Aranguren, que la felicidad es un pajarillo que se posa en tu hombro y que en cualquier momento puede levantar el vuelo y abandonarnos—, algo utópico, ante lo que más bien vale resignarse, y si no, perderse en vanas esperanzas, deseos y no realidades.

Pero contamos con otra tradición —refrescada desde oriente, pero contenida también en la sabiduría antigua occidental— que, en lugar de salir fuera de nosotros para encontrar lo que nos falta, la felicidad, la verdad y la fuerza, redirige la mirada hacia dentro, hacia lo que en nosotros hay de más esencial y fundamental —más constante, pues es más idéntico a sí mismo—. ¿Y allí qué encuentra dicha mirada? Potencialidades, capacidades, no funciones o resultados. Un potencial es algo que ha de desarrollarse, que ha de desplegarse para existir, pero que no llegaría a nada sin esta capacidad, sin este origen o fuente. Pongamos un ejemplo: nos quedamos en los lenguajes concretos que hablamos —siempre dispares, relativos, a veces difíciles de traducir entre sí y de entendernos a través ellos— y obviamos la crucial importancia de la capacidad de hablar una lengua, sin la que no sería posible articular una lengua determinada. Lo primero es particular y cambiante, nunca del todo logrado, siempre en continua evolución; lo segundo es universal-humano y no cambia —o apenas lo hace—, pues ya es pleno y completo, es lo que tiene que ser.

Entonces, ¿qué puede ser eso de la felicidad? Tu capacidad de ser feliz. Una cualidad esencial tuya y que no depende de las circunstancias; éstas representan simplemente los estímulos, las oportunidades más o menos resistentes, para expresar lo que ya eres. Si te dejas arrastrar por lo externo, no serás feliz; si te anclas dentro, aceptarás mejor lo de fuera, lo que vaya ocurriendo, y podrás ser mínimamente feliz a pesar de todo.

Sólo mis respuestas dependen de mí y me liberan (Epicteto). Los estímulos externos yo no los elijo, por lo tanto me vuelven, a la postre, dependiente y me esclavizan, si solamente actúo en función de ellos. Sin embargo, siempre quedo libre respecto a las actitudes y las respuestas que yo adopto. Si siento que todo lo que voy siendo —y voy haciendo— es un despliegue desde dentro, que viene de lo más profundo de mi ser, me sentiré dichoso, todo estará bien… Una forma de felicidad más profunda y estable. En realidad, no practicamos, por ejemplo, la atención plena (mindfulness) o el autoconocimiento para ser felices, sino para despertar nuestra capacidad interior de felicidad y poder sentirnos plenos en todo aquello que vivimos. Hay una gran diferencia. Sentirme feliz no implica la desaparición de los sinsabores de la vida, las frustraciones o el dolor, sino el desarrollo de la capacidad de no perderme ahí, identificándome con todo eso. Ya somos felicidad y puede comprobarse de manera experimental (Antonio Blay): si no estuviera en ti la felicidad, ¿cómo la podrías llegar a sentir? Pensemos un momento: ¿Puede otra especie no humana realizar tareas humanas?

Si no dispone —siguiendo un ejemplo anterior— de la capacidad humana de hablar, por mucho entrenamiento a que se le sometiera, sería imposible que llegara a hablar castellano o inglés.

Pero tratemos esto mismo desde otro ángulo: según la tradición socrática (en occidente, pero no es exclusivo de ella) sólo existen cualidades positivas. Los defectos, el mal en general, sólo es ausencia o carencia de bien. Podemos entender la oscuridad como oscuridad, como algo real y sustancial, o bien como la no presencia de luz. Pongamos luz —o esperemos a que salga el sol— y comprobaremos que la oscuridad y las sombras desaparecen. No sabemos si esto puede demostrarse científicamente —tal como hoy se entiende lo que es científico—, pero puede sentirse que es así y experimentarlo por uno mismo. En último término, se trata de una apuesta. Si elegimos vivir como si la oscuridad tuviese una entidad por sí misma, ya sabemos a dónde nos lleva esto, cómo nos lleva a vivir —muchos problemas no tendrían solución y la educación o el conocimiento poco podrían hacer por nosotros—. Sin embargo, si el sufrimiento humano está causado por nuestras propias ideas y creencias limitadas o erróneas, que nos llevan a resistirnos, a no ver lo que es sino lo que deseamos que sea, a perseguirlo a toda costa, o bien, a huir de lo que nos aleja de ello y nos produce sensación de pérdida y miedo, entonces, todo es muy diferente; si elegimos irradiar y estar receptivos a la felicidad que somos. Y si no somos a menudo felices, la razón no estaría en que la felicidad sea una quimera, sino en que muchos obstáculos interiores (esas ideas limitadas) nos lo están impidiendo –por eso, al des-ocultarlas, aquellos obstáculos se van diluyendo y nos transformamos; precisamente,
llamamos “terapéuticas” a las técnicas filosóficas y psicológicas que nos ayudan a liberarnos de ello–. Queremos que todo cambie, que todo vaya a mejor, que el mundo sea un lugar idóneo para poder ser felices, pero ¿por qué no empezamos por nosotros mismos? De hecho, nada puede cambiar ni mejorar, si nosotros mismos no cambiamos (Krishnamurti), si no nos adentramos y recogemos lo mejor de nosotros mismos. Y esto no son palabras bonitas. Muchas veces lo hemos experimentado (y también cuando sucede al contrario).

Nuestro cerebro se ha ido configurando evolutivamente para sobrevivir, como afirma la neurociencia. Es posible. Y sin embargo, ¿por qué no nos conformamos, queremos vivir bien y no nos basta con “sobrevivir”? ¿Por qué tantas veces cooperamos y nos entendemos, por qué actuamos desinteresadamente, por qué amamos y queremos el bien el otro sin recibir nada a cambio? Esto también —como mínimo— constituye nuestra naturaleza. Y lo sabemos porque estamos buscando siempre poder desplegarlo, cuando y cuanto nos es posible. Ocurre lo mismo con la fuerza de la gravedad: un objeto tenderá a caer por sí mismo hacia su lugar natural, si nada se lo impide (Aristóteles). Retira el impedimento y llegará por sí solo a donde tiene que llegar. Aparta lo que la cubre, los velos y las capas de inconsciencia y resplandecerá por sí misma la verdad (aletheia, que decían los griegos: la verdad emerge cuando la des-cubrimos). Apartemos, pues, lo que ciega y empantana nuestra felicidad, su desarrollo, su energía.1

En el anterior taller sobre el amor, iniciamos el camino de la vía de la afectividad, hacia nuestra autorrealización. El presente abordará la otra vertiente fundamental de nuestra capacidad de sentir: la felicidad. Porque es una cualidad esencial de nosotros mismos. Si descubrimos lo que somos, nos autorrealizamos. ¿Y cómo descubrir lo que somos? Actualizando nuestras cualidades esenciales, entre ellas, la Felicidad.

Autorrealizarnos y sentirnos felices son lo mismo, en un sentido fundamental. Echemos mano de un clásico, de una eminencia histórica en el arte de la búsqueda de la felicidad: Aristóteles y su ética de la eudaimonía. Todo ser busca su realización, y lo consigue cumpliendo su propia finalidad (lo que a su vez contribuye al orden cósmico). Por su parte, la finalidad del ser humano (su bien supremo) sería alcanzar la felicidad:

“todos buscan la felicidad”, nos dice Aristóteles. Y se alcanza actualizando en nosotros el fin propio del ser humano. Esto constituiría su perfección, la consecución de su propia naturaleza, la actualización de sus capacidades, especialmente, su alma intelectual, que le acerca a los dioses, sin desdeñar el resto de capacidades y necesidades. Pues, nos dice, primero hay que tener satisfechas las necesidades básicas de la vida. En esta ética de la felicidad, una acción sería buena si conduce a ella, y así, a su realización como tal ser. Frente a esta ética de la finalidad, situaríamos la Ética del deber, que desarrolló Immanuel Kant, según la cual, el ser humano se conduciría correctamente en su vida siguiendo una máxima que le llevara a actuar por deber, el deber por el deber, por sí mismo y no con vistas a ninguna finalidad.

Una primera actividad del taller llevó a los participantes a enunciar dos o tres respuestas acerca de “mis lugares de la felicidad”, y cada uno los debía auto-evaluar de acuerdo a siguientes criterios: a) si era algo exterior o interior; si era estable o inestable; y, si dependía o no dependía de mí. Estos criterios ya ofrecían una primera aproximación hacia dónde orientar nuestra búsqueda: las consecuencias para mi vida, si aquello en donde busco mi felicidad es interior o exterior, estable o inestable, si está dentro de mis posibilidades o no; todo esto ya daba pistas suficientes sobre los requisitos mínimos de una buena búsqueda (bien orientada) de la felicidad.

Una segunda aproximación nos la podría ofrecer la distinción, que decíamos al principio, entre la felicidad como resultado y la felicidad como plenitud interior. Si la felicidad fuera un resultado, siempre sería provisional, en último término inalcanzable,
condicionado, un mero anhelo utópico, siempre por realizar completamente, bastante inestable, mezclado de dolor, como dirían los clásicos, en fin, sería objeto de una búsqueda infinita. Pero si la felicidad la situamos en una plenitud, algo incondicionado, fruto de un desarrollo interior, siempre estaría a mi disposición el poder ser feliz, dependería básicamente de mí, pues estaría hecha de una cualidad o capacidad mía, mi felicidad vital tendría una mayor estabilidad, sería más pura, sin tanta mezcla de dolor, y no requiriría de una búsqueda infinita, sino que estaría en nosotros mismos, con tal de que se produjera una toma de conciencia interior, un regreso a nuestra verdadera naturaleza, en sí misma plena y feliz.

Y si esto no nos parece tan obvio, solamente haría falta una autorreflexión como ésta, que con facilidad podríamos llevar a cabo mirando nuestras experiencias. Algo así como una “prueba del algodón”:

  • a) ¿Qué me hace más feliz, lo que me viene de fuera o lo que viene de mí?
  • b) ¿Cuál sería una felicidad más estable y duradera, la que depende mí o la que no
  • depende de mí?
  • c) ¿Si eso desarrolla lo que tengo o lo que soy (si me hace mejor persona)?
  • d) Finalmente, si la felicidad no estuviera en mí, no fuera una capacidad mía,
  • ¿cómo podría llegar yo a sentirme feliz?

Pero, entonces, estando en nosotros la capacidad de ser felices, ¿cómo somos a menudo tan infelices? Lo que sigue puede valer de pequeño diagnóstico: habitualmente, no somos receptivos a lo de dentro de nosotros, sino a lo de fuera y, con ello, hemos ido creando nuestros hábitos. Y esto sucede porque hace tiempo que nos desconectamos de nuestro ser profundo. Vivimos en una periferia de sensaciones, pensamientos, emociones, sin reparar en lo que viene desde lo más hondo en nosotros. Durante nuestra vida, con las experiencias pasadas, se han ido formando unas costras, unas losas u obstáculos que impiden la conexión con nosotros mismos. Esos obstáculos están constituidos principalmente por ideas y creencias inadecuadas, limitadas o erróneas, que se pueden, gradualmente llegar a des-ocultar. Precisamente, el trabajo en la consulta (o asesoramiento o acompañamiento) filosófico consiste en ayudar al consultante a descubrir todas errores de juicio, como dirían los estoicos. Volviendo a Aristóteles, todos los seres por su propia naturaleza tienden a volver al lugar que les es propio, su lugar natural, siempre que nada se lo impida, ya sea una piedra, ya sea cualquier otro ser vivo.

Una vez entendido lo anterior, se trataría de poder experimentarlo. De ahí que, en este momento del taller, se propusiera un ejercicio de centramiento: para tratar de reconectarnos con la plenitud que somos (ahí siempre somos felices), nuestra paz, nuestro goce interior, de lo que depende todo lo que somos, tanto dentro como fuera. Si hemos perdido, en mayor o menor medida, nuestro centro, nuestro norte, siempre lo podemos recuperar atendiéndolo.

Cerramos los ojos. Sentimos el cuerpo, el peso del cuerpo en la silla, nuestra presencia corporal. Estoy aquí y ahora. Dejo de elucubrar, de pensar, de imaginar…

Y dirigimos la mirada, la atención, a la respiración. Sentimos el vaivén de cualquier sensación interior. Intentamos disfrutar de este instante, disfrutar de la respiración, estoy en mi respiración. Vemos cómo la exhalación funciona espontáneamente y, poco a poco, vamos dirigiendo la mirada a la inspiración, sintiendo el origen de esta respiración, el estímulo inicial que hace que yo respire. Y no soy yo que respiro, la vida respira en mí. Llevo la mirada a este origen, a este principio, siento este estímulo. Esta fuerza de la vida que está en mí, que me hace respirar, que está fuera de mi voluntad y está en la propia vida.

Es una fuerza, un poder palpitante que funciona en mí y en todo el universo. Vamos al origen. Siento este centro, esta fuente y, por un instante, puedo sentir que eso soy yo. Yo soy esta fuente de energía; asumo que ésa es mi realidad. Está antes de la respiración, yo soy esa fuerza de la vida que se manifiesta constantemente en mí. Estoy conectado a ella, continuamente.

Todo lo demás que soy son manifestaciones de este centro, de esta fuerza profunda en mí, que me hacer ser quien soy. Ahí me siento bien, estoy completo, nada me falta. Descansamos ahí, unos instantes, en esa plenitud. A continuación nos centraremos en el sentir. Dirigimos la atención al centro del corazón. Intentamos sentir. Un sentimiento cualquiera: afecto, cariño, belleza, lo que sea más fácil. Cualquier sentimiento por pequeño que sea. Puedo conectar con mi sentir. Cualquier sentimiento. Siento mi vida cotidiana en el centro de mi corazón. Ahora entiendo qué es sentir, sé de qué está hecho vivir, lo palpo, lo degusto, con esta mirada dirigida a sentir. Está en mi pecho, de ahí surgen todos los sentimientos, todos los sentires. Intento sentir desde donde lo siento, quién siente, quién siente el sentimiento. Sentir algo es distinto de quien siente ese algo. El sentidor, el sentido, la fuente de ese sentir. Está detrás. Siento al que siente. Vivo, experimento lo experimentado, tomo conciencia, yo soy el que siento. No existe el mundo. Existe el sentir y la fuente de este sentir. El sentir crea mi realidad sentida. Me siento pleno, nada me falta… Y descansamos ahí, nos instantes, en esa plenitud.

Vamos ahora con la visión o la conciencia. Miramos la propia conciencia. Somos autoconscientes, la conciencia que nos hace ser conscientes, este campo de luz, esta capacidad de ver. No es pensar, es de una sustancia diferente, es luz. No es pensar, manejar imágenes, ideas, sino la luz del campo de visión. El foco, el centro luminoso de ese campo iluminado. Todo lo que vivimos es gracias a esta conciencia, que está hecha de luz. Y miramos un poco más, en profundidad, al testigo que se da cuenta de este campo. Ese yo como punto original del campo. El campo de luz que se ve a sí mismo, el punto de luz que hace ver. Desde este centro de luz no me falta nada, todo lo comprendo y todo me hace sentir bien.

Descansamos ahí, unos instantes, en esa plenitud. Elevamos ahora una mirada global a los tres centros, el yo como energía, de dónde surge la respiración; el yo como capacidad de sentir, de donde surgen todos los sentimientos; y el yo como luz, como testigo, de donde surge la comprensión. Los tres centros que conforman mi mundo interior. Me sitúo en un eje vertical que integra estos tres centros. Poco a poco, vamos siendo más nosotros mismos. ¿Cómo nos sentimos? ¿Hay una paz? ¿Hay una plenitud? ¿Hay una armonía? ¿Hay una felicidad? ¿Un gozo? Soy consciente. Estoy conectado. No necesito nada más. Todo es posible ahora. Sé que no necesito nada más… que todo lo demás será un añadido a esta felicidad… que todo lo demás será una ocasión para poder expresar esta felicidad que me inunda por dentro, que rebosa en mí… y que inunda toda mi vida. Descanso ahí, sin prisas… en este gozo, en esta plenitud.

Vamos terminando, poco a poco, sin perder la conciencia de lo que estamos viviendo, hago varias respiraciones profundas y voy abriendo los ojos.2

El taller finalizó con la lectura y comentario de un poema propio, del libro Paseo por los dioses (“Yo no sé si soy feliz”), que destaca algunos aspectos de una concepción actual (desorientada) sobre la felicidad:

Yo no sé si soy feliz
con una felicidad
tan compuesta

tan obligado
que ya no sé
si soy feliz

me alimento:
aroma de almizcle
pensado

almidonado goce

ávida felicidad
ajena

desen-
tra

ña-
da

1 Publicada esta parte en la revista digital HomoNoSapiens: https://www.homonosapiens.es/donde-
buscaremos-la-felicidad/

2 Adaptación de un Centramiento dirigido por Ricardo Vidal.


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